Hay que hacer caer al padre. Dejar de verlo en todas partes. El padre tiene que caer. Dijo mi psicólogo el martes.
Y sí, yo quiero dejar de verte todo el tiempo cuando intento armar algo con otro. ¿Por qué tus estructuras me persiguen? ¿Acaso no puedo armar nuevas?
Me cuesta dejarte caer. ¿Cómo se hace eso?
Escucho Cornfield Chase de Interstellar, la última película que vimos juntos con vos y mamá, en el cine. La escucho y empiezo, de repente, a tener recuerdos muy vívidos. Nos veo corriendo hacia el auto rojo, el Ford Orion, en los carritos de supermercado de Norte, haciendo una carrera a ver quién llegaba primero, matándonos de risa. Cierro los ojos, lloro, aprieto fuerte los labios y estás ahí, abrazándome después de mis vacunas, diciéndome que ya va a pasar, sana, sana, yo hecha un bollito entre tus brazos, llorando hasta quedarme dormida. La música se acelera y se me viene la vez que me sacaste una foto en el patio de casa, con mi peinado de palmerita, a los tres o cuatro años. Amabas sacarme fotos con tu cámara japonesa. Te gustaba tanto tener esas imágenes para después revelarlas y ponerlas en álbumes que volvíamos a ver juntos, cualquier fin de semana, recordando todo. Creo que tu forma de recordar eran esas fotos. O cuando íbamos de vacaciones y vos ponías tu trípode para que los tres saliéramos sentados y felices en un carruaje verde, yo con mi malla enteriza fucsia, vos con tu malla a cuadros y chomba azul oscuro y mamá con su malla azul enteriza y su pareo de lana blanco, todos despeinados y llenos de arena y olor a mar. ¿Cómo dejar caer todos estos recuerdos?
Sigo con los ojos cerrados y mientras las lágrimas me llenan toda la cara, mientras el rimel se corre y se me tapa la nariz, te veo como hace mucho no lo hacía, tan claro, tan real. Con tu cara llena de arrugas, la barba a medio crecer, esos lentes grandes con marco de metal y tus ojos maravillados con la pantalla, en la oscuridad, con la película. Te veo fascinado con ver cómo los personajes de la historia van a otros mundos, y aún en esos mundos, y en sus realidades paralelas, siguen unidos por el amor.
Yo no sabía que dos años después de ver esa película, te ibas a ir. Pensaba que te ibas a quedar más tiempo, pa. Pensaba que ibas a quedarte con nosotras y a seguir sacándonos fotos, a seguir insistiendo en que todo tiene solución menos la muerte, que ibas a seguir haciendo asado los domingos o que ibas a querer irte de viaje a Necochea en el auto, a mirar el mar. O que ibas a cantar tango cuando los feriados o los días de elecciones, nos juntábamos a comer unas pastas.
Ese año también fue el último que nos fuimos de vacaciones, o al siguiente. No importa la fecha. Fue la última vez que compartimos unas vacaciones, los tres, cerca del mar. Me encantaba verte tomar café en tu taza marrón oscura, llena de arena y comer churros con dulce de leche a las seis de la tarde, mientras el viento nos daba batalla y nos refugiábamos en la carpa que habías comprado para la playa y con mamá compartíamos unos mates. No había otra cosa que hacer esas tardes, más que estar en silencio y mirar el horizonte, dejar que el mar se llevara todos nuestros pensamientos.
Yo sé que tengo que dejarte caer. No fuiste un hombre perfecto. Me hubiese gustado que toda las veces que te enojaste conmigo, que me hiciste silencio como castigo, pensaras que le estabas haciendo silencio a una nena de 7, 8, 9 o 10 años. O después a una adolescente de 17. O a una mujer de 21. Vos siempre decías lo que pensabas, ¿esperabas que yo no dijera nada, pa? Tenías esa costumbre, a lo mejor aprendida de tu familia, de enojarte y callarte una semana entera cuando algo de lo que yo hacía no te gustaba. Esos eran los momentos donde tu generosidad y tu arte, tu forma intergaláctica de ver la vida, se opacaban. Y yo me quedaba muy confundida, muy chiquita, pa, pensando: ¿qué hice mal que ya no me quiere? Y así estoy, viejo. Así voy por la vida, ahora que no estás, dándome cuenta que eso era algo que vos hacías, porque no podías ser de otra manera en esos momentos. No era mi culpa. Después de torturarme a mí o a mamá con tu silencio, volvías y pedías perdón. Pero no por eso dejabas de hacerlo y es eso lo que por momentos hace caer todos los recuerdos lindos que tengo de vos. Perdón, pero tengo que escribir esto y dejarte caer, al menos por un rato. Tengo que dejar caer esto y recuperar mi confianza.
Yo no tengo que hacer nada extraordinario para que nadie en esta vida me ame. Nada. Sólo ser.
Puedo dejarme caer yo también en los brazos de alguien y permitirme sentir lo que sea que tenga que sentir. Y decir lo que sea que tenga que decir. Y sostener mis decisiones, y las consecuencias.
Ya no quiero tener miedo a estar sola por decir lo que pienso. No quiero pensar que nadie va a quererme si soy yo. Duele mucho soltar la figura enorme que me armé de vos cuando te fuiste de este mundo, duele una barbaridad. Creo que nunca escribí nada tan doloroso como esto. Pero entendeme: como te amo, te tengo que dejar ir.
Ya no me acuerdo el sonido de tu voz, no puedo darte la mano, ni preguntarte cómo estás, ni sentir tus abrazos, ni puedo decirte la verdad esto que hiciste me dolió tanto que todavía hablo en análisis al respecto. No puedo hacer nada más que escribir, aunque eso también es una cosa imposible. No sé cómo tengo estas palabras. Hasta siento que el lenguaje en este instante no puede captar toda la consternación que me provoca dejar caer la estatua que me hice de vos, la imagen, la figura. La hice para salvarte, para guardar lo más lindo.
Te perdono todo y te pido, por favor te pido, no vuelvas a aparecer con tu enojo en nadie más. No me vengas a hacer enojar y perder la razón. Si querés aparecer, hacelo desde el amor infinito que nos diste a mamá y a mí. Si vas a venir, que sea a protegerme, no a destruirme. Eso no lo tolero más.
Ya basta.